Estaba en mi casa tomando un café y la brisa fresca me trajo de recuerdo ese viaje que hice a Rubio (Táchira) en Venezuela. Si la memoria no me falla fue hace dos décadas, con la mochila ligera y el alma inquieta, emprendí una travesía desde San Fernando de Apure hasta Rubio. Fue un viaje en autobús, largo y lleno de expectativas, que me llevó hasta las tierras frescas del Táchira, donde la neblina acaricia las montañas y la historia susurra en cada calle.
Me hospedé en la casa de una familia acogedora, junto a dos jóvenes compañeros de ruta. Nos recibieron con calidez, como si fuéramos parte de su hogar, y desde allí comenzamos a explorar Rubio, caminando por sus calles históricas que parecían detenidas en el tiempo.
La catedral, con su imponente presencia, nos dejó maravillados. Un símbolo de la devoción y la identidad de un pueblo que ha visto pasar generaciones. Pero lo mejor aún estaba por venir: decidimos subir a la montaña para contemplar las vistas de la ciudad desde lo alto.
El ascenso fue una mezcla de emoción y esfuerzo, con la brisa fría recordándonos que estábamos lejos del llano de donde veníamos. Y al llegar a la cima… qué regalo para los ojos y el alma. Rubio se extendía ante nosotros, entre verdes colinas y tejados rojos, un paisaje que aún guardo en la memoria como una postal imborrable.

Esa noche pernoctamos en Rubio, con el frío serrano colándose por las rendijas de las ventanas, pero con el corazón encendido por la aventura.
Hoy, al recordar aquel viaje, me doy cuenta de que no solo conocí un lugar nuevo, sino que dejé una parte de mí en esas montañas. Porque viajar no es solo moverse: es sentir, es atesorar momentos, es dejarse transformar por cada destino.